La correspondencia de Truman Capote
En “Un placer fugaz” se reúnen las cartas que el gran narrador escribió entre 1936 y 1982, poco antes de su muerte. ¿Cuán fértil deviene la lectura de estos textos, en un autor que basó gran parte de su obra en sus declaraciones públicas? Exhibicionista, verborrágico, chismoso, el desafío sigue siendo seguir las pistas de una “obra completa” que no deja de reproducirse.
Posturas. Generoso en consejos con sus amigos, terminante con quienes alguna vez lo criticaron.
Por Sonia Budassi, para Perfil
Mi vida –como artista, por lo menos– puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos”, escribe Truman Capote en el prefacio de Música para camaleones. El libro, publicado en 1980, marcaba los últimos destellos, un punto epigonal y rotundo en su carrera, algo que no parece vislumbrar el seguro narrador. En la pretendida autoconciencia de la que se jacta el autor, no se descubre el proceso que, desde hacía años, trabajaba su decadencia. Desde que publicó el famosísimo y revolucionario A sangre fría en 1966, su obra se dispersó y sus ambiciones de escribir la “gran obra maestra épica” fracasaron. A cada nuevo intento, le sucedía un abandono del proyecto, la incapacidad de darle fin. La reciente edición de su correspondencia, Un placer fugaz, llega como una secuela posible de la supuesta “capotemanía” a la que dio lugar la taquillera película Capote en 2005, fenómeno que se completó con la aparición de Crucero de verano, una novela inédita que el autor escribió a los diecinueve años. Tiempo antes, se había publicado un nuevo volumen de cuentos inéditos en los Estados Unidos. Esta evanescencia derivó en cierta polémica sobre lo publicable y lo no publicable, sobre el deber de respetar o no el deseo del escritor. Pero ante el hecho consumado, el desafío es seguir las pistas para la lectura de una “obra completa” que no deja de reproducirse.
¿Qué se espera de las cartas privadas de un escritor? En general –de Flaubert a Wilde, o las más recientes del argentino Manuel Puig– genera expectativas análogas a la que despierta un diario íntimo: que el autor exponga reflexiones inteligentes, sensibles; que revele algo oculto de su vida privada; que su prosa nos hable de la época en que vivió, y también de los inaprensibles circuitos que mueven el impulso creativo, su propia literatura, su manera de vivirla y pensarla. Pero, por otro lado, ¿es fértil la lectura de las cartas de un autor que basó gran parte de su obra en la declaración pública y en un anecdotario autobiográfico que incluye una entrevista a sí mismo? Capote nunca evitó expresarse en términos que pudieran producir escándalo. En la mencionada entrevista se califica a sí mismo con una frase clásica, que ya funciona como eslogan de su personalidad: “No soy un santo. Soy un alcohólico. Un drogadicto. Un homosexual. Soy un genio”. Enérgico exhibicionista, verborrágico, chismoso, con una asumida vocación de pertenencia a los círculos de la farándula hollywoodense y al más selecto círculo literario, queda preguntarse: ¿hay alguna porción de intimidad, cierta idea artística que se revelen en su correspondencia?
El efecto del innegable intento de canonización por parte de Random House, a partir de la proliferación de títulos post mórtem, pone en evidencia destellos de genialidad pero también los vértices más lúgubres, limitaciones artísticas y humanas que pueden restar brillo a la concepción general de su obra. Crucero de verano, por ejemplo, no llega a alcanzar el nivel de sus novelas conocidas. Y, cuando en 2004 se publica The complete stories of Truman Capote, un crítico escribió en el New York Times Book Review que el título era “impostado”, el volumen “escaso”, y sólo rescató unos pocos cuentos del libro denostando a la mayoría. En el claroscuro, resta pensar la operación editorial, entonces, como una tardía complacencia del sello, que lidió con el “excéntrico” durante toda su carrera. En 1964, Capote tenía dos libros publicados: el que escribió a los 26 años, Otras voces, otros ámbitos y Desayuno en Tiffany’s. Ese año le escribe a su editor de Random House, con respecto a una colección de “clásicos contemporáneos” que estaba por publicar: “Querido Bennet: ¿por qué no han salido mis Selected Writings en la Modern Library? Me prometiste que estarían en la colección, y me parece que el asunto ya se ha retrasado bastante. ¿Te puedes imaginar lo que me fastidia ver que muchos de mis contemporáneos (Mailer, Salinger, Bernard Malamud, etc.) están en la colección, mientras que la editorial ignora a su propio autor? Es injusto, tanto en lo humano como en términos de mérito artístico”.
Cálidos rasguños. Un placer fugaz incluye las cartas enviadas desde 1936, cuando aún era un autor inédito, hasta la última, un telegrama fechado en 1982: un recorrido por datos curiosos, mentiras evidentes y calificativos constantes que giran en torno a su figura. En la relación epistolar se refuerzan aspectos conocidos con respecto a su pareja, su vida de fiesta en fiesta, su breve inserción en el cine, su inconstancia y su obsesión por trabajar un “estilo”.
Nacido en 1924, sus padres se divorcian cuando él es muy pequeño. Su madre volvió a casarse al poco tiempo. Temperamental, a los doce años escribe a Ach Persons, su padre: “Como sabrás, mi apellido ya no es Persons sino Capote, y me gustaría que en el futuro te dirigieras a mí como Truman Capote, ya que todo el mundo me llama así”.
Muy joven toma conciencia de que quiere dedicarse a escribir (Dios te da un don, y junto con él un látigo para autoflagelarte, solía decir), y consigue asilo en la residencia para escritores Yaddo. Las cartas de aquella época muestran la poca ingenuidad de los “deslices” que cometería una y otra vez a lo largo de su vida. En estos años escribe: “Declaro solemnemente que cualquier comentario mío sobre Thomas Flanagan, o cualquier cosa que ya haya afirmado que él ha hecho, tan sólo eran calumnias y mentiras inventadas por mí”. El texto, obviamente, fue escrito por el damnificado, que quiso poner fin a los comentarios malignos de su compañero. Tiempo después, el escritor aún no aprende la lección o prefiere valerse de aquella falta de escrúpulos para llamar la atención de los medios. En 1973, le escribe a Louis Nizen: “Es un placer recibir la carta del admirable señor Nizen, incluso cuando se trata de una reprimenda. Estaba muy bien escrita. Lástima que su cliente, la señorita Susann (¿se escribe así?), no tenga el mismo concepto de lo que es el estilo”. La carta estaba dirigida al abogado de la escritora de best sellers Jaqueline Susann, de quien Capote dijo, en una entrevista televisiva, que se parecía a un “camionero travestido”, luego de que ella, en otro programa, exageró los gestos afeminados del escritor. Mezcla de dulce malicia, confesiones, chismes y fabulación, el rasguño cálido de su prosa, carta por carta, diseña manipulaciones disfrazadas de seducción, agravios gratuitos vividos como travesuras, exigencias extremas bajo el encanto de cariñosos pedidos.
Capote se refiere a sus destinatarios con amorosos términos que rozan una consciente cursilería, hiperbólica y aniñada: “ Mi dulce Magnolia”, “Mi corderito”, “Mi preciosa queridísima”. Como una estereotipada idishe mame, también reprocha la brevedad de las respuestas y, con un lirismo casi sobreactuado, denuncia la ausencia de cartas de otros conocidos. “¿Qué pasa con Bárbara? ¡Es la mujer blanca más despiadada que jamás haya pisado la tierra! ¡Ni una palabra suya! Estoy preocupado por ella, y sabiendo que la quiero es muy cruel de su parte hacerme sufrir así”.
En vacaciones con su pareja de toda la vida, Jack Dunphy, exige que lo tengan al tanto de los estrenos en Broadway pero también de los chismes. Si no estaba cerca de celebridades, sus amigos ricos y el círculo literario neoyeorquino, por lo menos necesitaba enterarse de lo que sucedía. “Querido, hazme el favor de recolectar montones de cotilleos. Por ejemplo: ¿es verdad que Glenway W. se ha partido la crisma? Me lo dijeron en Roma. Por casualidad pude ver las fotos del desnudo de Miss Pittsburg. Cadmus me las enseñó. Nada del otro mundo: del tamaño del dedo meñique.” En su estadía en Taormina en 1950, se entera de que Orson Welles está por filmar una película en aquel país y relata cómo prepara terreno para llegar a ser amigo del también precoz director. Más tarde cuenta que Welles le ofreció un papel para su película.
Comercio afectivo. El escritor que se aleja de Nueva York para escribir aporta sus propios datos a las tragedias ajenas, retroalimentando los rumores y chismes. A veces, como si fuera una anciana experimentada, dice cosas como “yo le dije que no tenía que casarse con ese bruto”. Comparte sus impresiones sobre lo que él mismo escribe, pasando del entusiasmo a la profunda desesperación en pocos días, pero necesita comentar los libros y reseñas que va leyendo (las referidas a su obra, en especial). Aún en Italia, escribe a Andrew Lyndon, desde Taormina: “Gracias, cariño, por la reseña. ¿Has leído la novela de Tennessee Williams? No hay duda de que es mal escritor”. Años después, terminaría trabajando en una obra de teatro con él.
A medida que pasan los años, Capote se preocupa cada vez más por las críticas que recibe, y el lector se va familiarizando con el carácter de un niño caprichoso, de un adulto tan talentoso como inmaduro. Si es experto en persuasión, también lo es en mentir sin motivo aparente. Según el destinatario, admite o niega, por ejemplo, el hecho de que él autorizó a The New Yorker a que venda Desayuno... al Esquire. Suponemos que miente –había autorizado esa venta– porque uno de sus amigos no tenía buen concepto de esa revista. También suele escribir para quejarse de las reseñas que recibe. Por ejemplo, al New Yorker: “Me producen gran dolor y consternación el desdén y la insultante gratuidad con que se despachó mi libro en el presente número de la revista”. En una suerte de paranoia in crescendo, se obsesiona con la idea de que su talento no sea adecuadamente valorado, al tiempo que agravia en cartas –pero también en público–, a alguno de sus contemporáneos. Luego de publicar un diario de viajes, Local Color, se decepciona porque el libro no se vende demasiado, y quiere averiguar a toda costa cómo le fue con las ventas a Christopher Isherwood con un libro del mismo género.
Su estilo de aniñada obsecuencia manipuladora se despliega a veces con sus editores. En una carta a Cerf, que le había encargado un libro para niños, escribe una larga alabanza al diseño de tapa de Random House, para luego confesar, con impostada culpa: “También espero que los límites de tu bondad abarquen lo que tengo para decirte, ya que –para pasar del modo sublime a la desesperación abisal– no he escrito Simbad. Sí, eso es lo que he dicho. No lo he escrito. Lo intenté, perdí una semana en julio, escribí cinco páginas y me quedé en blanco; el mes pasado aún volví a probar, pero no, me aburría enormemente: es una excusa poco profesional, pero no tengo otra”. Varias veces dejaría sin completar un trabajo por encargo; en 1967, la Twentieth Century Fox compra, cuando aún no estaba escrita, los derechos de Plegarias atendidas –que llegó a publicarse por capítulos en 1975. Capote recibe 200 mil dólares de adelanto pero cuando en 1971 se cumple el plazo de entrega, no tenía nada que ofrecer.
Con la publicación de su novela de no ficción, A sangre fría (“Estoy tan entusiasmado como siempre. No, aún más. Va a ser una obra maestra: lo creo de verdad”), alcanza la cúspide del éxito. Norman Mailer sugiere que escribir hechos reales en clave de ficción implica una carencia imaginativa del autor, pero Capote sabe defenderse. Más tarde, se encarga de decir que Mailer le robó su técnica, escribiendo novelas de no ficción y sin reconocerlo nunca. En esta época, se distancia de su pareja, y tiene una serie de aventuras con hombres casados y divorciados. Su producción literaria decrece a la par de sus cartas, en las que admite varias internaciones a causa de su alcoholismo. La correspondencia, una pieza más de la porción autobiográfica de su obra, muestra un universo más vital que reflexivo, que se apoya con igual intensidad en la literatura como en la vida social. Sobre ese pilar decanta la imagen del artista que nunca dejó de ser un enfant terrible a pesar de su edad y se manifiesta su imposibilidad de sobrellevar, a lo largo de los años, el don y el látigo de haber tenido un talento y un éxito demasiado precoces.
Etiquetas: Literatura
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