lunes, 11 de junio de 2007

JUNA JOSÉ SAER


Saer, hacia un mundo sin orillas
(Junio 2005)

El sábado pasado, a los 67 años, murió en París Juan José Saer, uno de los máximos narradores argentinos de su generación. Estaba dando los toques finales a su novela más ambiciosa, "La Grande", y en octubre iba a viajar a la Argentina para integrar el jurado del Premio Clarín de Novela. En esta entrevista inédita, el escritor repasa su infancia en Serodino, un pueblo de Santa Fe que remite inevitablemente a los personajes y lugares más emblemáticos de su literatura.

ELISEO ALVAREZ *

Hay autores que escriben aunque no tengan nada que decir, para demostrar que siguen existiendo?
—Hay muchos que nunca existieron y ganan cantidades fabulosas también. Hay autores que hace años que no publican, pero quieren estar en el candelero todo el tiempo. Bueno, la culpa de eso la tiene un poco el periodismo. Muchos escritores en el siglo XX entendieron que para hacerse una reputación literaria hay que estar presente en el periodismo y si es posible fuera de las páginas literarias. Todo eso es una forma de hacer publicidad a su obra, de que su nombre esté presente en la cabeza de los posibles lectores aunque los libros que escriban son ya trasnochados. El libro es una mercancía, el escritor es un productor y su presencia pública es una forma de publicidad.

¿Pero no cree que también tiene que ver con el ego?
—Sí, probablemente. Pero escritores como Juan Rulfo, Bécquer, Onetti, Faulkner y Joyce, hacían lo que tenían que hacer y se callaban la boca. Otros intervienen, porque hay una confusión bastante frecuente entre periodismo y literatura. Yo no estoy aquí para denigrar el periodismo, simplemente quiero dejar bien sentado que la persona que cree que porque escribe periodismo o porque escribe literatura puede escribir lo contrario y que eso es equivalente, está equivocado.

En la literatura, por lo que usted dice, se está verificando una degradación del silencio.
Cuando vengo a Buenos Aires y tengo que dar todos esos reportajes en cadena porque estoy pocos días, al final del día me siento sucio de palabras, me siento en falta conmigo mismo porque yo durante muchos años me mantuve en silencio. No iba a la televisión ni daba demasiados reportajes en los diarios. Llegó un momento en que mi figura literaria tuvo tanta acogida que naturalmente empecé a hacer estas cosas. También me siento obligado hacia mis editores, creo que tengo que ayudarlos a vender mis libros. A pesar de todo esto, cuando pienso en un poeta como Gustavo Adolfo Bécquer, me avergüenzo un poco.

Háblenos de Serodino, de Santa Fe en los años 40, de su infancia, cuéntenos...
Me siento orgulloso por una referencia que Darwin da cuando dice que a 40 kilómetros al noroeste de Rosario se encuentra el lugar más chato, la llanura más chata que debe de existir sobre la tierra. Ahí está Serodino, fundado hacia 1890 por un inmigrante suizo italiano. Darwin dijo eso cien años antes de mi nacimiento y cuando yo lo leía, revivía experiencias personales. Serodino es un pueblo clásico de la llanura santafesina, con las estaciones del ferrocarril Mitre que iba hacia Tucumán, zonas de cultivos de maíz, trigo y girasol. El centro del pueblo, cortado por las vías del ferrocarril como tantos pueblos de inmigrantes, tiene cuatro cuadras. En los años 40 había un gran movimiento de sulkys, de caballos y unos pocos autos. Yo iba a la escuela al lado de mi casa. Mi padre era comerciante, tenía un negocio de ramos generales, mi abuela hacía lo mismo; también había negocios de españoles y judíos. El patrono del pueblo era San José, el 19 de marzo se hacía la procesión. Mi familia era de árabes católicos, una minoría. Tenía muchos parientes en los pueblos cercanos. Los casamientos, las muertes, las fiestas, reunían a la familia.

¿Llevaba una vida de chico de pueblo, andaba a caballo?
Siempre alguien nos llevaba a caballo, íbamos a las chacras a tomar leche al pie de la vaca, a pescar, a cazar. Esa vida me marcó mucho. Uno se encontraba con un silencio, solo en la llanura. Esas impresiones eran muy fuertes, había pánico en ese silencio. Yo rescaté en mis libros esas impresiones. La escritura está orgánicamente ligada al hombre. Evoca la lengua, que está entrañablemente unida a la interioridad humana. El lenguaje conserva toda la experiencia vivida, cuando empezamos a escribir, eso se pone en movimiento.

Textualmente, uno de sus personajes asegura que "la infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo, le parece que lejos de la orilla opuesta del océano y de la experiencia la fruta es más sabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos". ¿Eso sentía usted?
Claro, el problema es cuando uno llega a la otra orilla y se da cuenta de que eso era un mito, un fantasma. Todo el mundo dice que las frutas eran mucho mejores hacía treinta años, yo comprobé que no es así. En los niños y jóvenes hay una impaciencia por vivir experiencias que les parecen inaccesibles. Ven al sexo como una experiencia extraordinaria. Efectivamente, las primeras experiencias sexuales son extraordinarias, pero después ya no tienen ese aura mística. Eso pasa con todo. La fruta, en ese texto mío, puede ser el placer o la experiencia intensa, la gloria, la amistad, la aventura.

¿Cuál era su relación con el río, con el agua?
Serodino está a unos doce kilómetros del río Paraná, cerca de Puerto Gaboto, que fue el lugar de la primera fundación española en la Argentina. Ibamos siempre al río. Uno de los recuerdos más antiguos, cuando salí del agua lleno de sanguijuelas, yo lo conté en El río sin orillas. Luego vivimos en Santa Fe, junto al río, viví el cruce del Paraná, las playas, andar en lancha. En Faulkner y su río Mississipi reencontraba mi propia experiencia, la historia de la inundación en Las palmeras salvajes me marcó, lo mismo pasaba en el Paraná.

¿La patria es la infancia?
Es que la patria, eso que queremos, no son el gaucho, el himno nacional y la bandera. Lo que queremos son las primeras experiencias, constitutivas de nuestro ser. Ciertas personas poco escrupulosas intentan confundir esa experiencia auténtica del lugar, del nacimiento y del comienzo del lenguaje. Ellos pretenden confundirlo con una pasión abstracta, una serie de valores que no necesariamente estamos obligados a compartir.

Valores que vienen de afuera, no nacen de uno.
Exactamente, entonces esa visión obligatoria y retórica de la patria va muchas veces en contra de la experiencia íntima de la patria, del lugar de nacimiento.

Unos de sus personajes dice que ser adulto significa justamente "haber llegado a entender que no es en la tierra natal donde se ha nacido sino en un lugar más grande, más neutro, ni amigo ni enemigo, desconocido, al que nadie podría llamar suyo y que no estimula el afecto sino la extrañeza, no es en realidad su patria sino su prisión".
Es que aceptamos una serie de convenciones, aceptamos como naturales una serie de cosas que son misteriosas. El universo en el cual vivimos es enigmático y que seguirá siéndolo, digan lo que digan los científicos.

Pero puede haber tantos enigmas como personas, no hay misterios universales.
No hay misterios universales, pero hay límites universales del conocimiento. Después, cada cual cree lo que quiere. Cree que la vida orgánica la trajeron aquí los extraterrestres o que el mundo fue creado en el año 4004 antes de Jesucristo. Yo no estoy en contra de las supersticiones porque a lo mejor el tiempo es una superstición, también el movimiento, la inmovilidad.

¿La literatura también?
La literatura es una superstición, el arte puede serlo. Paul Auster dice que él escribe como si rezara, cosa que a mí me parece ridícula, escribir es un trabajo que a uno no le deja tiempo para rezar. Un gran poeta portugués, Fernando Pessoa, decía que escribía para salvar su alma, pero eso para mí es una metáfora. El escribía para existir, para ser él mismo en medio de una vida gris. La gente tiene derecho a tener supersticiones, a veces son lo único que queda para aferrarse a la existencia. Pero no estoy de acuerdo en el uso que se hace de la superstición como forma de opresión, de dominio.

¿Estudiaba Derecho pero le gustaba la poesía?
Eso no duró mucho, aunque ahora estoy escribiendo una novela relacionada con el mundo de los abogados y releo esos libros. A lo mejor, detrás de cada abogado se oculta un poeta. Hugo Gola es un gran poeta pero tenía un solo cliente, un obrero que venía en bicicleta. Hay personajes relacionados con el Derecho en obras mías como Cicatrices, gente que vive vidas terribles.

¿La literatura permite recuperar mundos perdidos?
Así es, pensemos en la aventura de Marcel Proust en su libro En busca del tiempo perdido, donde quiere recuperar su pasado. Proust empezó con un artículo periodístico, después pensó que podía ser un cuento, luego una novela que no terminaba nunca, una especie de máquina que sigue funcionando todo el tiempo. Proust escribía con furia, era un hombre enfermo que había tenido una vida muy mundana. Un editor pensó que Proust era un niño bien y que no podía escribir nada serio, pero él se transformó en un mártir de su escritura, terminó matándolo.

Hablemos de su exilio.
No tenía la intención de exilarme, fui por seis meses a París. Mi mujer en ese momento, Mimi Caterano, empezó a estudiar con Roland Barthes. Salieron becas, nació nuestro hijo Jerónimo y yo fui profesor en la universidad de Rennes. Después sufrí descalabros en mi vida privada, tuve otra pareja y nació mi hija. Eso fue lo que me pasó.

Un personaje suyo, Pichón Garay, le dice a otro, Tomatis, que "de tanto viajar las huellas se entrecruzan, los rastros se sumergen o se aniquilan".
Esa es la experiencia de los que se van y vuelven, tema de mis novelas. Siempre hay un desgarramiento. Pero tal vez esa ausencia me ayudó en mi trabajo literario, en la medida en que me dio cierta objetividad. A lo mejor mis libros, hoy tan celebrados, dentro de treinta años caen en el olvido. Hubo best sellers en el siglo XIX pero sólo recordamos a Victor Hugo; Rulfo vendió cuatro mil ejemplares de Pedro Páramo en diez años. Borges empezó a ser conocido después de los 60 años y no se hacía ilusiones sobre la manera en que lo leían, decía que lo invitaban porque era un viejo poeta simpático.

Usted dice que admirar a un escritor supone la obligación de merecerlo. ¿Cuáles son los escritores que se merecía cuando empezó y ahora?
No voy a hacer esa lista, que la hagan otros. Vladimir Nabokov la hizo y ninguno lo merecía, es un hombre muy vanidoso. Nabokov pretende que la actividad más elaborada que un hombre puede hacer es cazar mariposas, yo no. Paulo Coelho dijo que admiraba a Borges y a Jorge Amado, que son dos mundos opuestos; Coelho lo dijo para quedar bien con los argentinos y brasileños. Un escritor puede tener o no una gran cultura literaria y filosófica, puede mostrarla o no en sus libros. Hay escritores que ocultan su cultura, es el caso de Onetti o de Rulfo. Onetti se hacía el arrabalero pero sabía inglés y se nota que leyó bien a Henry James, por su trabajo sobre el punto de vista. Cuando Rulfo escribe Pedro Páramo habla del mundo de la Revolución Mexicana pero no a la manera de Mariano Azuela en Los de abajo, Rulfo arma un rompecabezas que sólo pudo escribir alguien que leyó y pensó mucho sobre las formas narrativas. Borges muestra su cultura y trabaja con un intertexto literario abundante, continuamente dialoga con otros escritores. Pero Bioy Casares no lo hace y está cerca de Borges. Mis libros están entre esas dos actitudes. A mí me parece que poner un intertexto en mis novelas podía darles una dimensión intelectual, narrativa y poética al mismo tiempo.

¿Cuales fueron los años más duros de su vida?
Los peores años fueron entre 1974 y 1980, fue muy duro para mí. Yo estaba escribiendo Nadie nada nunca, una de mis novelas más experimentales. Me llevó cuatro años de trabajo, en un aislamiento completo. Se juntaron muchas cosas: la influencia de estar en el extranjero, mis vicisitudes personales y al mismo tiempo el sentimiento de que no tenía más un país, que no tenía más un lugar mío.


¿La gran literatura siempre toca a la política?
Para mí lo importante está en los valores literarios. Me gustan escritores de derecha como Céline o Borges. No es el caso de Vargas Llosa, porque sus formas literarias me parecen vetustas, no porque sea un escritor de derecha. La obra literaria tiene relación con la política naturalmente, en la medida en que la escritura es un acto privado que se transforma en un hecho social, atravesado por todas las energías sociales. La poesía de Bécquer es muy metafísica, aparentemente no tiene contenido social. Pero en la condición humana, en la existencia, se unen todos los aspectos, como lo social, lo político, lo biológico, lo religioso.

* Este es un resumen de la entrevista realizada por Eliseo Alvarez en su programa televisivo "Perfiles", emitido por Canal (á) el 6 de octubre de 2003.

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1 Comentarios:

A la/s 12 de junio de 2007, 7:54 a. m., Anonymous Anónimo dijo...

Muy bien diez felicitado.

 

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