domingo, 10 de junio de 2007

MALVINAS: A 25 AÑOS

La caída de Malvinas
A 25 años del fin de la guerra austral

El 14 de junio de 1982, el general Menéndez, gobernador político y castrense de las Malvinas recuperadas, se rindió ante las tropas británicas que tomaron Puerto Argentino, tras un ataque final con helicópteros y artillería móvil. En su nueva indagación, el escritor y periodista Andrew Graham-Yooll, del Buenos Aires Herald, rememora su difícil corresponsalía, una charla con Borges, la visita del Papa, el bochorno de Galtieri, la euforia inglesa y, claro, la derrota bélica argentina bajo la dictadura militar. Anticipo exclusivo de PERFIL. Impresionante e imperdible.

Por Andrew Graham-Yooll

EL DOLOR DE YA NO SER. Como un tango desafinado y sin poesía, la rendición de los soldados argentinos fue –más allá de la pena de toda guerra– muy triste.Foto:CEDOC Perfil


Buenos Aires, 11 de junio de 1982.

Fue a las diez de la mañana, un viernes. El timbre sonó con potencia como para alarmar a sordos en algún fondo del departamento céntrico de Jorge Luis Borges. Acababa de llegar el Papa en su primera visita a la Argentina, la primera de un pontífice. Le pedí disculpas por robarle tiempo en un día que quizá quisiera dedicar a escuchar todo lo que hubiera sobre la guerra y el Papa.

“Mis horas están, en general, vacías… Soy un anciano. Los amigos, en su mayoría, han muerto. Conozco a pocas personas, tengo pocos amigos. También, Buenos Aires es una gran ciudad y tiende a separar a la gente”, habló en inglés. Parecía contento de poder hacerlo. Parecía sentir, ante las circunstancias, que debía explicar su situación personal.

“Lo que quiero decirle es que toda mi gente fueron militares, por parte de mi padre. Mi abuelo fue coronel. Se casó con una dama inglesa… La guerra para él era algo natural. Participó en lo que llamamos nuestra Conquista del Oeste, la llamamos la Conquista del Desierto. Anterior a él, mi bisabuelo peleó en la Guerra de la Independencia. Otro pariente llevó tropa en el cruce de los Andes… en una partida adelantada al general José de San Martín. Todos fueron militares. Yo soy pacifista”.

“Lo que también deseo decirle es que, siendo decididamente un pacifista, creo que la guerra en su esencia misma está mal. Si se aprueba o intenta explicar una guerra, todas las guerras hallarán justificativo. Yo creo que la guerra es maldita… Cosa que me recuerda el libro de Juan Bautista Alberdi (1810-1884) "El crimen de la guerra" (1870). Todas las guerras son un crimen. ¿Qué son sino la formalización del homicidio? Y especialmente ahora. En el pasado las guerras las peleaban pequeños ejércitos. Hoy en día participan naciones enteras, toda la gente, y eso es horrendo realmente. Todo el pueblo es pasible no sólo de ser muerto, sino también de matar… que es peor.” [...]

Afuera llovía fuerte. Un comentario acerca del clima parecía acorde al momento y me pregunté si el cielo estaría lloviendo por la Argentina (Cry for me Argentina!) o por el Papa.

“Supongo que el Papa estará provisto de un paraguas…”, magulló. Masticó sonoramente sus cereales. “Aunque supongo que el paraguas no tiene utilidad alguna ante Dios”.

“El Papa es un político astuto y estoy seguro de que sus intenciones son buenas… En Buenos Aires habrá miles de personas que lo estarán esperando.”
Me pareció que serían más bien millones.

“¿Ah, sí?”, comentó con cierta picardía. “Yo pienso que eso de decir millones es un error. Mi abuela exageraba así. Decía que se tomaba una siestita. Era una siesta. Pero son formas de hablar antiguas.” [...]

“En tiempos de guerra la gente se vuelve loca… Los gobiernos alientan la locura. Si uno no está loco, puede ser considerado traidor”.

“No creo que los angloargentinos como usted hayan sufrido alguna indignidad personal. Mucha gente ha intentado mantener la cordura. Los periódicos se han vuelto más locos que la gente… Eso siempre sucede”.

“Pero la gente está muy dividida… Yo pienso todo el tiempo, creo, como ellos, que esto es imposible. Tienen una sensación de pesadilla, una sensación de que esto es algo del pasado que nos ha alcanzado y se está extendiendo al futuro. No sé cuándo despertaré. No puede estar sucediendo”.

“Sin embargo sucede, y seguirá… Todos parecen dispuestos a pelear por algo tan insignificante. Son tiempos tristes. Esperemos que pronto pase todo esto. No vale la pena combatir por esto, especialmente dado que nuestro país es tan grande, demasiado extenso. Hay grandes zonas que son desérticas, en el Sur. Claro, hay cosas como honor y lealtad… que son palabras peligrosas en la guerra… Honor… lealtad…”, pronunció las palabras lentamente. Se rió. [...]


El final de la euforia

Cuando el general Galtieri ordenó al general Menéndez, un oficial también conocido por haber dirigido la represión, que siguiera luchando, el general en Puerto Argentino (Stanley) le dijo al presidente que se fuera a la mierda. Galtieri acusó a sus oficiales por el fracaso en detener al ejército británico.

En Buenos Aires, el temor que había seguido a la euforia se convirtió en enojo ante la inminencia de la rendición. Algunas de las declaraciones de apoyo al gobierno emitidas en abril tenían que ser reinterpretadas como respaldo condicional.

¿Por qué, preguntó una mujer, por qué lo hicieron? ¿Cuánto tiempo esperaban distraer al pueblo? La mujer, la madre judía de un muchacho desaparecido después de ser arrestado por miembros de algún grupo de tareas cuando tenía diecisiete años, dijo que a ella no iban a distraerla. No creía que hubiera alguien que realmente creyera, aun bajo la Doctrina de Seguridad Nacional, ideología de destrucción total del enemigo interno de un régimen que los generales argentinos habían aprendido de los alemanes y franceses, que un niño o un adolescente tenían que ser asesinados por haber entrado en contacto con ideas izquierdistas. Durante meses ella había pensado en suicidarse. Eso había sido cinco años atrás. Luego, durante muchos meses, su somnífero para dormir, su Valium, dijo ella, había sido la idea de que “yo estaba disparando a quemarropa contra un oficial. Solamente cuando le ponía al uniformado la cara de un hombre del gobierno conseguía dormirme. Ahora veo a mi hijo en cada uno de los conscriptos de las Malvinas, indefensos”.

El general Galtieri cayó bajo el peso de sus medallas de buena conducta, o bajo el bochorno de sus generales: sin sentir la vergüenza de sus errores y la derrota de Puerto Argentino. [...]

En un fin de semana la Argentina había perdido un título de boxeo, un título de tenis y el Campeonato Mundial de Fútbol en Madrid, por un gol de Bélgica.

El lunes perdió Puerto Stanley. El viernes 18 de junio asumió la jefatura del Ejército el general Cristino Nicolaides.


Rendición y después

La Sociedad Argentina de Escritores (SADE) celebró el Día del Escritor el 14 de junio en Buenos Aires, con la entrega anual de premios. Todo el mundo estaba ahí. Un escritor, un hombre, se lamentó de que la Sociedad hubiera emitido una declaración de apoyo al gobierno el 2 de abril. Otro retrucó que no había sido favorable hacia el régimen sino hacia los derechos soberanos del país. Una poeta, una mujer, dijo que se alegraba de que hubiese terminado la guerra y que se hubiesen escuchado sus rezos. ¿Qué había pedido en sus plegarias? Que no se sacrificaran vidas, no le importaba quién ganara. Una mujer, escritora de cuentos cortos, estaba furiosa: “No puedo ir a Londres; yo... que amo tanto a Londres. Los británicos no nos van a dar visas, ‘La Tácher’ nos va a victimizar por todo el mundo a partir de ahora, graznando su triunfo sobre el imbécil de nuestro presidente”. Luego, todos los escritores y sus allegados se pusieron de pie y cantaron el Himno Nacional. ¿Cuántos miles de veces se había cantado desde principios de abril? En tono chato y sin melodía, se reflejaba el aburrimiento de los que entonan por obligación.


El martes 15 de junio se reconoció la derrota. Frente a la Casa de Gobierno se juntó una multitud enfurecida, estafada por más de ciento sesenta comunicados que habían asegurado que los chicos andaban bien. El lamento por los hijos perdidos fue bruscamente interrumpido por una serie de descargas de gas lacrimógeno.

Los que habían vivado a Galtieri sólo una semana antes en la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno estaban otra vez en la Plaza para gritarle que era un hijo de puta. Recortadas contra el fondo de las fogatas hechas con bancos de la plaza, ómnibus volcados y barricadas, se destacaban las siluetas de los policías de uniforme antimotín y en mangas de camisa. [...]

Cayó el silencio sobre la ciudad. El invierno llegó súbitamente tras el extendido verano y el caluroso otoño que había durado mucho más allá de sus límites calendarios.

El general de nombre griego y cejas rabiosas, Cristino Nicolaides, aseguró que no toleraría la indisciplina siendo comandante del Ejército. [...]

El griego advirtió a los directores de los diarios –humillados por la manipulación militar de las noticias y empeñados en lavar su historia de complicidad con la dictadura durante seis largos años– que dejaran de publicar las historias de horror de la derrota que se recibían por cortesía del gobierno británico.

Los diarios espaciaron la aparición de ese tipo de artículos y acortaron las narraciones sobre los “chicos”, repatriados desde Puerto Argentino a bordo de un barco británico de línea, quienes habían tenido que recibir tratamiento médico por testículos congelados (por haber permanecido largo tiempo sentados en el barro). También debieron pasar por alto las historias de incompetencia y de cobardía de algunos de sus oficiales. Los periódicos no podían decir que los jefes de almacenes se habían equivocado, que habían dejado casi morir de hambre a la primera línea, que la segunda línea había recibido comida ocasionalmente y que los oficiales de la retaguardia habían masticado sus raciones con satisfacción. Las armas de los soldados, Máuser modelo 1909, se habían atascado, y a los conscriptos se les habían congelado los pies, la poca comida, y también el combustible. No debía haber historias de amputaciones, de inanición, de trastornos psiquiátricos, de suicidios, de padres despojados de sus hijos que nunca habían entendido qué significaba esa guerra. No debía haber cálculos del número total de muertos.

La venta de donativos para el Fondo Patriótico en uno de los salones de remates más elegantes de Buenos Aires tuvo poca asistencia. Los obsequios se veían mezquinos y el fervor patriótico se había desinflado. El dinero se remitió al Ministerio de Economía para ser distribuido en partes iguales entre las obras benéficas seleccionadas por las tres Fuerzas Armadas. La prensa decía que la economía estaba en ruinas. Había una olla popular en la puerta de la iglesia Regina Martirum, cerca del edificio del Congreso, y las mujeres de las cercanías hacían cola para llenar una fuente para alimentar a toda una familia. Mujeres de clase media leían los avisos clasificados en el diario Clarín que ofrecían trabajo como mucamas en Madrid o en México, para poder desde ahí mandar dinero a sus hombres, que se sentían menos hombres por no tener trabajo. [...]

Los diarios de Buenos Aires le prestaron una atención pasajera a Diana, princesa de Gales, cuando se preparaba para ingresar a un sanatorio en Londres para dar a luz. El año anterior la prensa argentina se había vuelto imbécil de falso enternecimiento y chismerío cuando “Lady Di” contrajo matrimonio (21 de julio de 1981) en una ceremonia con excesiva pompa con el príncipe Carlos, heredero, festejado en Buenos Aires casi como si hubiese sido un casamiento del circuito ganadero o del mundo del espectáculo. La concepción y el embarazo de la joven princesa fueron seguidos con perversa atención desde Buenos Aires. Hasta el 2 de abril. El nacimiento del príncipe William el 21 de junio fue anotado, casi sin ser notado.

El Reino Unido celebró la victoria. En la euforia casi no se recordó la existencia de la Argentina. Las cifras de desempleo en el Reino Unido en junio de 1982 llegaron a 3.061.229 hombres y mujeres sin trabajo, sin esperanzas. La cruel ironía sugería que fueran a levantar minas en los campos minados de Malvinas. La Señorita X fue violada nueve veces en el estacionamiento de la calle East Heath, en Hampstead, al norte de Londres. Un grupito de racistas exaltados gritaba “¡Paquistaníes afuera!” a un hombre en una calle de Kentish Town, suburbio también del norte de la capital. No estaba claro el porqué del racismo, pero los racistas no necesitan claridad, ni siquiera de piel. El Royal Marine hijo de Mike, colega, regresó tullido. Pero todas estas cositas las tapaba una guerrita bien ganada. La sensación de una buena pelea y de un enemigo vencido era embriagante, era una droga heroica. Los problemas, el sonido de los lamentos se tapaban con medallas y cintas recordatorias.

Alguien expresó su preocupación por la falta de mujeres en las Falkland. Se sugirió reclutar a las prostitutas de Londres para que sirvieran en las islas. Convocadas para servir al soberano y a la horqueta. Noble causa. Las gatas de Mayfair, del elegante barrio West End, podían ser destinadas a los cuarteles de oficiales, las de los alrededores de la estación King’s Cross, zona socialmente más baja, para la tropa.

En Buenos Aires cobraban vida los personajes de la novela Il Conformista, del italiano Alberto Moravia (1907-1990), sujetos que siempre habían criticado el conflicto, jamás lo habían celebrado y siempre habían estado en contra de los militares. Estas personas aseguraban en cualquier conversación que en todo momento habían advertido a quien los quisiera escuchar que “esto” no estaba bien, que Argentina no podía ganar, que íbamos a terminar mal. Ellos se habían dado cuenta, dijeron. Mediante una cuidadosa elipsis, los intelectuales no celebraban la victoria británica pero tampoco se decían agradecidos por la derrota de la junta militar: en voz baja reconocían que, de haber ganado, Argentina el país tendría dictadura para una década más.


Paliza de despedida
El fin de mi gestión como “enviado” llegó en horas de la madrugada del 23 de junio de 1982. Comparado con el destino de otros, la saqué barata. De todas maneras, dolió. [...]

Fue después de la cena, a eso de las dos de la mañana. Había terminado la guerra, se había ido el Papa. Pensaba en regalos para mis hijos, en horarios de vuelos, en vacaciones. La paliza no fue precedida por presentación alguna. A medida que mis pasos me llevaron a la esquina de la Plaza San Martín, en la bajada de San Martín y la avenida Alem, con el Sheraton enfrente, se bajaron tres hombres de un Ford Falcon rojo, y quedó un cuarto tipo en el coche. Simplemente anunciaron: “Sabemos quién sos, hijo de mil puta”. Para cuando llegaban a “…pu…”, ya estaba en el pasto, tirado por un hombro duro y recibiendo las puntas de varios zapatos en las regiones más blanditas. Eran profesionales y no venían a hacer cosas serias. Dar miedo, nada más. Pero eso es fácil elaborarlo después. Se retiraron puteando cuando se acercaban cuatro hombres y una mujer. Ella comenzó a pedir ayuda gritos. No vino nadie. Los hombres me ayudaron a levantarme y esperaron pacientemente que vomitara toda la cena. Luego me acompañaron hasta una pequeña fuente para que me lavara. Se preguntaban por qué había sucedido e ignoraron mis manifestaciones de inocencia. Cuando escucharon que representaba a un periódico británico, comentaron: “Che, mirá, justo vinimos a salvar a un inglés”.

Al día siguiente, luego de un almuerzo en Los Chilenos, los amigos me acompañaron a Ezeiza.

Nota publicada por Diario Perfil - Junio 10 de 2007

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